domingo, 22 de febrero de 2009

Tierra Animada

Hace unos días, me invitaron a hablar sobre algunas publicaciones que hice en la revista Kamatawara, en un colegio de Villa El Salvador de Lima Sur, a alumnos de cuarto y quinto de secundaria. Les llamó la atención dos entregas “El día que aprendí que no era inca” y “El carácter nativo de ser agustino”, porque el tema transversal que están desarrollando durante este año, va referido a la identidad cultural y a la interculturalidad.
Esos jóvenes me preguntaban cómo hice para aceptarme como Kukama y les dije que era un largo proceso, que tardó años, porque la educación que recibí en mi pueblo, Nauta, de alguna manera seguía insistiendo en ningunear la cultura originaria de nuestros ancestros.
Recuerdo, por ejemplo, cuando un día mi padre salió elegido como juez, era el kukama de quien dudaban que supiese algo de eso que llaman justicia, mis compañeros de clase, comenzaron a llamarme “Juez” en vez de llamarme por mi nombre. Igualmente, recuerdo cuando estaba en transición, un intermedio entre el nivel inicial y la primaria de esos tiempos, mi maestra no podía creer que yo el hijo del barrendero del colegio del pueblo, no sabía barrer, y era verdad, aún no había aprendido a barrer a mis seis años de edad.
Este aprendizaje pasó por transitar de un razonamiento de los lógico concreto a un razonamiento lógico abstracto. Pues, cuando llegué por primera vez a Lima, hace 28 años yo creía que de noche los tunchis efectivamente andaban rondando por las calles y caminos, temía la oscuridad, creía que los árboles y el agua tienen su “madre”. Poco a poco con el razonamiento filosófico fui descubriendo que las cosas tienen una explicación racional.
La prueba de fuego de esa traslación, fue una noche en que iba a dejar la ropa en la lavandería, pues, me encontré en el oscuro pasillo con una silueta que caminaba con la cabeza gacha y con un sombrero en la cabeza. Mi cuerpo entero se heló y saqué fuerzas de flaqueza y le dije a aquella silueta:
- ¡Buenas noches!
- ¡Buenas noches, jovencito! -Me contestó la silueta, levantando el rostro, un rostro que jamás había visto y siguió caminando.
A unos pasos una ventana estaba iluminada, era el taller del pintor de la casa que terminaba uno de sus cuadros, a paso rápido con las piernas temblorosas corrí hacia ella y atiné a decir:

- Florentino, ¿quién es ese señor que camina a esta hora?
- Es el famoso Lope Cilleruelo, viene a dar unas conferencias, no duerme porque su horario biológico sigue en Europa, allá a esta hora es de día, como las seis de la mañana.
- Que bien –Dije y me retiré, en realidad para mis adentros me dije: “yo que pensaba que era un tunchi”.
Según mi cultura me había encontrado con el mismísimo tunchi, pero no silbaba. Aquella noche comprendí dos cosas, primero, que tal si yo retrocedía y regresaba a mi habitación comiéndome mi miedo, hasta hoy seguiría creyendo en los tunchis, me liberé de ese sentimiento que me habían infundido de pequeño, que las almas penan, que los tunchis rondan de noche. Segundo, el espíritu animista está en uno mismo, hasta que lo explicas racionalmente y descubres que todo se explica lógicamente. Antes ni se me ocurría pasar de noche cerca del cementerio, ahora puedo hacerlo sin importar si es de día o de noche.
Nuestra cultura animista, cree que igual al hombre el bosque, el agua, las lagunas tienen un alma, eso que identificamos como la “madre” del agua sería su alma, pero en realidad cuando el agua se vuelve indomable es porque tiene sus propias leyes, o si creemos que una boa come a una persona porque está invadiendo el territorio que ella cuida, lo que sucede muy probablemente es que esa boa o está sumamente hambrienta o simplemente es su manera de sobrevivir cuando se siente atacada, eliminando al enemigo. La corteza de la chuchuhuasha no te cura porque tiene por “madre” una vieja curandera, sino porque tiene efectivamente propiedades curativas para ciertas enfermedades.
Lo importante de todo esto, para ser auténticos, es no despreciar lo que los antiguos nos transmitieron, sino entender que esa es la manera de explicar de nuestros antepasados una realidad que ellos desconocen. Valorando nuestra cultura es cuando empezamos a respetarla y amarla. Es cuando empezamos a ser auténticos y podemos proclamar: “esta es mi cultura”. Es cuando ya no me avergonzaré si alguien pretende insultarme diciéndome: “Kukama”.
Es más hasta podemos patentar eso que sabemos hacer, quien sino una kukama puede hacer una preciosa tinaja de arcilla, apacharama y agua. Como kukamas somos distintos de los Shipibos, que saben diseñar lindas chanchamas, o de los andinos que saben diseñar lindos ponchos. Lo maravilloso sería que un día nos unamos y nos respetemos los unos a los otros, haciendo de la mejor manera eso que sabemos realizar, sin menospreciar nuestros orígenes.

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