viernes, 13 de febrero de 2009

La serpiente asustada

Como en otras ocasiones, don Leocho, después de vender la última cosecha de pijuayo, se compró seis pares de pilas, focos nuevos para la linterna de tres baterías y algunos cartuchos para la escopeta. En llegando a casa se puso a preparar la flecha, la shicra, el impermeable, el remo, el machete, el pate y todo lo necesario para la pesca junto con la caza artesanal. Mientras tanto, Turisho, que estaba atento a los preparativos, se acercó al viejo y le dijo:
- ¿Papi, puedo acompañarte a la pesca?.
- Esta bien varón, -contestó el viejo pescador-, pero al regreso tu conduces el peque peque.
- Sí, claro, así aprendo a conducir de noche.

Cuando el sol dejó de brillar y doña Prishi hubo terminado de servir el té de la noche, acompañado de tacacho con chicarrón de vaca marina, padre e hijo se dispusieron a caminar rumbo al puerto, cada uno con la carga a cuestas. Toribio iba ensimismado en sus pensamientos, imaginando lo que otros le habían narrado. Por eso apenas hablaba.
En el puerto, el compadre Manuyama, generosamente guardaba el bote y el peque peque. En unos momentos, la canoa cruzada encima del bote y el resto del material preparado, estaban listos para el zarpe. Unos instantes más don Leocho empezó a silbar viejas canciones, en tanto que conducía el peque peque, rumbo a la quebrada Payorote.
Llegados al recodo más seguro de la quebrada, el bote y el motor fuera de borda, quedaron protegidos entre los árboles; la canoa que era el medio de transporte más adecuado para la pesca de esa noche, comenzó a navegar quebrada arriba, con don Leocho a la proa y Turisho en la popa. Había que remar silenciosamente para no ahuyentar a los peces de las orillas de la quebrada.
Primero fue un boquichico, después un acarahuazú, una liza, uno que otro sábalo, varias sardinas y fasacos, más tarde esos recién pescados, no cesaban de saltar en la pequeña embarcación. Don Leocho iba muy atento, la potente linterna lo llevaba adherida a la cabeza mediante un elástico lo suficientemente ancho para sostenerla, la flecha cruzada en su muslo derecho lista para el siguiente flechazo, el remo se movía rítmicamente entre sus manos a cada remada que daba. Poco a poco fueron entrando a la cabecera de la quebrada. Transcurrieron un par de horas, ya habían emprendido en regreso, cuando empezó a soplar una fuerte brisa y de cuando en cuando un relámpago iluminaba los árboles. Esas fueron suficientes señales para darse prisa en buscar refugio en el bote, cuando ya estaban a unos cincuenta metros cerca del bote, la lluvia se desató con poderosas gotas, ventarrón incluido, entonces los segundos parecían una eternidad, cubiertos con el plástico, apenas hablaban lo necesario para lamentarse que la lluvia no pasaba.
En algún momento cuando Toribio tiritaba de frío, don Leocho, le ofreció un siricaipi.

- Fuma varón, - le dijo- eso te va a dar calor.
- ¿No es muy fuerte? –Preguntó tímidamente, pues era su primer cigarro a sus catorce años-.
- Prueba y verás, si no lo dejas, -contestó el viejo-.

Como no escampaba, se animaron a conversar sobre diversos temas; uno más interesante fue acerca del tiempo que les llevaría la próxima cosecha de arroz que habían sembrado a principios de julio. Cuantas personas necesitarían para hacerlo de modo que la creciente del río no les quite la mies. Los envases que les harían falta por cada hectárea cosechada. La cantidad de comida para alimentar a los obreros. El combustible requerido para el transporte, entre otros detalles. Al rato la lluvia cesó, alguno que otro pájaro se atrevió a canturrear, tal vez agradecidos por la frescura traída por la lluvia.
Los pescadores decidieron salir una vez más. Lo mismo que la primera vez, entre sus instrumentos también estaba una escopeta y algunos cartuchos.

- Ahora tiene que salir a la orilla algún majás o una carachupa, -sentenció el viejo-.
- Ojalá, -comentó el hijo, hambriento de aventura-.
- Sí, los animales después de la lluvia salen de sus madrigueras a beber agua o a cazar para comer.

Dicho y hecho. En breves remadas unos ojos brillaban en la orilla, al lado izquierdo de la canoa. Un sigiloso silencio reinó por unos instantes entre los ahora también cazadores, en unos excitantes instantes un certero y seco disparo de escopeta rompió el silencio de la noche. Era una carachupa de buen tamaño que, para desgracia suya y alegría de los cazadores, había salido a beber un poco de agua en la orilla de la quebrada.
Todavía estaban comentando la feliz caza lograda, de pronto el paso de la quebrada se cortó abruptamente con el tronco de un inmenso árbol que atravesaba las dos orillas. La única manera de seguir adelante era pasando por debajo del árbol caído. En eso estaban, don Leocho calculando que toda la canoa había pasado el tronco, giró rápidamente con la linterna encendida, miró al centro de la canoa y sin decir palabra se quitó la linterna de la cabeza y se lanzó al agua con el machete en ristre, pues, algo extraño vio caer dentro de la canoa al momento de pasar debajo del árbol.

- Lánzate al agua, hijito, lánzate! –empezó a gritar-.
- Ahí voy! –gritó Toribio, sin saber muy bien por qué hacía tal cosa-.

Buceó unos metros y cuando pudo sacar la cabeza a la superficie de la quebrada, quiso averiguar, qué había ocurrido:

- Una víbora! –balbuceó, el viejo-.
- ¿Dónde? –Inquirió, Turisho, aún más nervioso.
- En la canoa!

Con mucho cuidado, don Leocho, alcanzó a tomar entre sus manos nuevamente la linterna. Enfocó al centro de la canoa, y allí, una serpiente con poco más de medio metro de largo, buscaba por donde escapar. Era una serpiente asustada, quien sabe mucho más que los ahora nadadores.
Pasado el susto compartido, no quedaba otra cosa que emprender el regreso con la ropa mojada, ya no se podía proseguir ni la pesca ni la caza, mucho menos soportar el frío que la madrugada solía traer. Si no fuera por la serpiente todo hubiera estado más que regular, así que regresaron por donde vinieron, no sin antes recoger lo que habían pescado y cazado.

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