martes, 24 de febrero de 2009

Sachamama

El campamento se instaló para iniciar una nueva extracción de la balata en medio de un bosque a todas luces virgen. Eran como 34 los peones, venían con la novedad que aquellas tierras tenían muchos árboles del prestigiado jebe.
Entusiasmados, iniciaron el roce del terreno, era necesario limpiar el camino por donde pasarían ellos mismos con los botes rebosantes de resina.
De pronto se encontraron con una especie de loma pequeña de unos dos o tres metros de altura, poblado igual al resto del terreno de árboles de toda especie, pequeños y grandes. Uno de ellos estaba cortando un arbusto, cuando súbitamente resbaló en medio de la hojarasca. Lo sorprende era que las botas que calzaba deslizaron como por un tobogán. Impulsado por la curiosidad, se levantó rápidamente y lo que vio era sorprendentemente extraño. Pasó la voz a uno de sus compañeros:
- Armando, mira eso –sus ojos estaban grandes y hablaba en voz baja para no alarmar a los demás que seguían con el trabajo, lo que veían era algo circular con combinaciones de negro, amarillo y marrón, todo brillante, algo resbaloso, mirarlo causaba estremecimiento-.
- Teobaldo, eso es un animal, -valientes ellos, en vez de echar a correr, o gritar de espanto, fueron pasando la voz a los demás trabajadores-.

La noticia corrió de boca en boca en contados instantes. Algunos de ellos se pusieron a recorrer al pie de la loma para averiguar hasta donde terminaba. Estaban pasmados. Entre sus instrumentos quince de ellos llevaban consigo sus escopetas. Una a una las fueron cargando de cartuchos. Ellos sabían si tardaban en actuar podían terminar devorados por aquello que aún no sabían con certeza de que se trataba. Pero era de imaginarse que era un ofidio. Lo que jamás imaginaron era el tamaño de aquella bestia delante de la cual se encontraban. Caminaban sigilosamente.
Javier y Julián llegaron primero a lo que parecía la cola del animal, grande fue la sorpresa de ellos cuando descubrieron en medio de los matorrales unos inmensos dientes semicubiertos por unos colosales labios, los ojos estaban cerrados. Es sabido que un ofidio después de comer pasa meses o años haciendo la digestión. Hicieron señas para que los demás se acercaran, algunos desistieron. Los que tenían escopetas les tomaron la delantera. Se pusieron de acuerdo que era prudente subirse a los árboles, mejor si eran lo suficientemente gruesos.
Sigilosamente los hombres armados tomaron posiciones entre las ramas de unos tres árboles de quinilla. La consigna era que dos tercios de ellos apuntasen a disparar sobre los ojos de la fiera. Solamente se comunicaban con gestos. El otro tercio debían dirigir sus cañones hacia la nariz. Ese descomunal ofidio podía hacerles presa en un abrir y cerrar de ojos. No debían perder la calma, menos la valentía.
Designaron a uno de los más fornidos peones para que diera la señal de ataque. Aquel levantó la mano derecha una, dos y tres veces. Mientras tanto el sudor corría por la frente de cada uno de ellos como si continuaran con el trabajo del macheteo. Cada vez que Miguel levantaba el brazo las fracciones de segundo parecían eternas. Pon fin la cuenta de tres llegó y se dejó escuchar el tronar de las armas. Los quince dispararon al unísono. En medio de la selva, el chirriar de los disparos era como si el infierno se hubiera cobrado su pedazo de geografía en la vida real. Los ojos y la nariz de la gran culebra saltaron en medio de chispas de sangre. Parecía que su letargo de digestión sería para siempre.
De pronto sobrevino una especie sismo que derribó la fila de árboles que habían crecido, quien sabe en un lustro de años de soporífera digestión sobre la bestia. Los hombres alcanzaron con las justas a agazaparse detrás de gruesas ramas, se sucedieron interminables segundos. Todavía con la respiración entrecortada, Miguel, gritó:
- ¡Una Sachamama, era una Sachamama!
- ¡Sí, una Sachamama!-gritaron los demás.

El trabajo se paralizó y regresaron al campamento, pero mientras caminaban se desató una feroz lluvia. Muchos comentaban que esa lluvia significaba que esa fiera era la madre de esos bosques. En el camino de regreso algunos se prometieron no regresar más a ese bosque. Cuando llegaron al campamento todos estaban empapados por la lluvia y el sudor, temblando de espanto. La serpiente que vieron dar estertores de muerte medía aproximadamente unos 40 metros o más de largo, por unos tres metros de diámetro. Aquella noche para poder conciliar el sueño la mayoría hubo de beber cañazo, algunos ni siquiera durmieron. que lo hicieron revivieron lo ocurrido en terribles pesadillas, despertaban gritando de terror.

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